Por fin llegó la oportunidad que tanto esperaba. He sido invitada a formar parte del selecto club de cuentistas célebres, el CCC. Por supuesto, he aceptado.
Era cuestión de perseverancia, sabía que ese día llegaría. Algo en mi interior me lo anunciaba, como el cielo rojo anuncia un amanecer ventoso. Sin embargo, no todo el mundo sabe leer en los cielos. Nunca he comprendido porqué mi abuelo era capaz de predecir el tiempo con solo oler el aire y mirar hacia arriba, y toda una agencia de meteorología con sus satélites, sus observatorios, su presupuesto millonario y, como ellos mismos dicen, sus más de mil doscientos efectivos adscritos a una estructura organizativa descentralizada, yerran más que aciertan y, a fin de cuentas, para lo que realmente sirven es para demostrar que las predicciones son sólo eso: “predicciones”, y que, por lo tanto, pueden variar o ser erróneas.
Sin ir más lejos, este fin de semana. He quedado con mis amigas de la infancia en irnos a una ciudad, ruidosa y abarrotada como cualquiera, para celebrar un cumpleaños (el de cualquiera de nosotras, porque todas cumplimos los mismos, pero sólo una lo celebra). La cuestión es que cuando se viaja, una de las cosas que más preocupa es el tiempo que hará. Por suerte, hay mil aplicaciones y webs para consultar la información y, en cuestión de segundos, a miles de kilómetros de distancia, somos capaces de saber el tiempo que hará en nuestro destino. No acostumbro a dedicarme a esos menesteres y menos ahora, que debo abordar la meritoria misión de escribir un cuento para mi ceremonia de iniciación en el CCC; sin embargo, ellas, gustosas, comparten con todas y para todas, la información meteorológica. ¡Maldita la hora! Cada pronóstico era diferente. Hubiera preferido no saber nada y seguir mi intuición, pero, ¡no! Caí en la vorágine de la información, de contrastar la información, de validar la información, de pedir una tercera o una cuarta o una quinta opinión, de llamar a lugareños y revolver Roma con Santiago para hacerme con el pronóstico del tiempo, con el más acertado, el más fiel, el más creíble, el más fiable… Y levanto el teléfono, porque es la excusa perfecta para llamarlo, para escuchar su voz, para recordar nuestras confidencias al discreto paso de los pasillos de la oficina… porque lo trasladaron, y nuestra relación se quedó en los andamios y a veces sueño que podíamos haber construido algo bonito. Todavía conservo su teléfono: “¿Qué tal Luis? Cuánto tiempo. Sí, demasiado. Mira, te llamaba para una tontería, pero me he dicho, voy a llamar a Luis y de paso hablo con él y le pregunto como le van las cosas. Por cierto, ¿todo bien? No sabes cuanto me alegro. Mira, quería preguntarte qué tiempo hace por allí, voy a pasar el fin de semana en tu ciudad y era la excusa perfecta para hablar contigo. No, este fin de semana no voy a tener tiempo, pero te prometo que un día de estos, nos vemos.” El problema es que Luis no es como mi abuelo, y él no sabe leer el cielo, ni hacer predicciones, y yo tengo que preparar una maleta.
Hubiera sido mejor simplemente hacer el equipaje y no distraerme con los pronósticos climatológicos. Debo concentrarme para estar a la altura del honor que el CCC me ha concedido y escribir un cuento que merezca la pena, y estas pequeñeces me abstraen de mi objetivo. Es curioso, como estas menudencias son inversamente proporcionales a su fuerza de atracción, al campo magnético que emiten y que te absorbe hacia ellas con una fuerza invisible, inexorable.
Eso le ocurrió a Mirta. Ella tenía un sueño que cumplir, un destino que hacer realidad: quería crear su propio taller de decoración, algo sencillo, sin grandes aspiraciones, donde dejar fluir su visión de los espacios y la composición de lugares. Lo lógico era crear primero su propio espacio, su lugar personal y a partir de ahí subir peldaños. Y se puso manos a la obra: buscar un trabajo para ahorrar y costear el proyecto, una hipoteca para comprar la casa y un préstamo para hacer las obras y pagar los muebles, pero todavía no ha terminado … y no sabe lo que puede faltar. No obstante, ahora, con tres hijos, ya no le queda ni fuerza ni tiempo ni dinero para crear su taller. Las pequeñeces de la cotidianidad la absorben y no puede escapar a su fuerza de atracción. Ese magnetismo le ha robado sus sueños y solo ha dejado su sombra. Tal vez, podría utilizar esa historia para escribir mi cuento. ¿Ustedes creen que sería interesante? No sé, le falta algo que atrape al lector ¿“amor”? Es cierto, las historias de amor suelen ser más cautivadoras. O quizá hablar de desamor, o quizá de algo intermedio que no sabría como definir, como cuando uno quiere amar a toda costa pero el amor llega y pasa de largo, sin dañar, sin golpear, sin calar, solo toca la superficie y se evapora. Y vuelve a venir y de nuevo se volatiliza, sin dejar señales.
Así le ocurrió a Valeria. Todos teníamos un pronóstico muy claro de lo que iba a ser de ella en el futuro. Una chica guapísima, espectacular dirían todos. Alegre y amable, entrañable. Una procesión de pretendientes cruzaron su vida. Algunas historias son realmente seductoras, como la de aquel chico que casi la atropella. Quedó tan distraído por su belleza que no atinó a pisar el freno hasta que estuvo a medio palmo. Era bueno, atractivo, divertido y sobretodo, y por encima de todo, la amaba con todo su ser. Cuánto reímos con todos sus intentos por conquistar su corazón. ¿Cómo se llamaba? Bueno, no lo recuerdo ¿qué más da? Podía ser cualquiera, todos lo intentaron, altos, más altos, fuertes, más fuertes, guapos, más guapos… Sin embargo, ninguno le cantó aquello de “Sabor de amor, todo me sabe a ti, comerte sería un placer, porque nada me gusta más que tú… “, y ella tenía claro que el hombre que ganaría su corazón era el que le cantara así de bonito. Y se fueron relevando unos a otros, sin dejar poso, sin arraigar, sin germinar, volaron a otro lugar sin plantar su semilla. Igual que voló su hermosura, deflagrada por el paso de los años, derruida por la soledad.
Qué historia más triste. Otro pronóstico fallido. ¿Porqué será? ¿Fueron también las pequeñeces? ¿Cómo puede una mantener esas pequeñeces a raya? Están por todas partes acechando, colándose por los resquicios de nuestras vidas, por las fisuras de las desilusiones, las grietas de los fracasos. Greta quería ser músico, era su pasión. Ni siquiera ella ha podido darles esquinazo. Todas pensábamos que nada se interpondría en su camino y que las predicciones acerca de su futuro eran sólidas. Su fuerza, su rebeldía, su convicción, su autenticidad eran los ingredientes que todas anhelábamos. A cada rato nos repetía su leitmotiv: “Mi destino es el que yo decido, el que yo elijo para mí.” Sin embargo, la epidemia de las pequeñeces también la contaminó a ella. Bueno ella prefiere llamarlo “mala suerte”, dice que no le surgió la oportunidad que estaba esperando y, mientras esperaba y esperaba, decidió ser profesora, algo tenía que hacer para pagar el alquiler.
Pronósticos, predicciones, desviaciones, fisuras, grietas, fracasos, mala suerte, pequeñeces.
En fin, ¡qué historia! Pero no tiene un final feliz y lo que funciona mejor para un cuento es que tenga un final feliz, si no parece que no queda bien acabado, que no queda compacto.
Seguiré pensando, tengo que encontrar esa historia perfecta que merezca la pena ser contada. No puedo fallar en mi ceremonia inaugural.
Pero en otro momento mejor, ahora tengo que hacer la maleta. He quedado con Mirta, Valeria y Greta dentro de dos horas en la estación, nos espera un fin de semana de chicas. En otro momento pensaré en el cuento, a ver si encuentro una buena historia.